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Brea - Prólogo

—Bien, Otis —dijo el hombre de la bata blanca—. Es hora de comenzar.

Otis estaba recostado sobre una camilla en lo que parecía una sala de operaciones abandonada. Las luces parpadeaban de manera intermitente y los plafones del techo se caían a pedazos. Un ligero zumbido se escuchaba en el fondo, interrumpido de vez en cuando por el sonido de gotas chocando contra algo metálico.

Otis no estaba seguro de por qué se encontraba en ese lugar o cómo es que había llegado ahí. De lo que si estaba seguro era que todo lucía muy insalubre.

El hombre de la bata le dio la espalda, se acercó a una mesa de metal que se encontraba a un par de metros, sacó unos guantes desechables de látex de una cajita de cartón y metió las manos en ellos, produciendo un chasquido que llegó hasta los oídos de Otis. Después tomó una charola de metal y se la llevó consigo, de regreso al lado de Otis.

Si se trataba de un doctor, al parecer no era uno muy bueno. Su bata, como Otis pudo observar, no era del todo blanca. Los puños de las mangas se veían sucios, lo mismo que el cuello, como si el doctor hubiera estado usando esa bata por años sin lavarla, dejando una marca de sudor negruzca en las solapas que le produjo una arcada de asco a Otis. En otros puntos de la bata se dejaban ver unas manchas amarillentas.

La mano huesuda del doctor tomó el brazo de Otis y le ató algo ligeramente arriba del codo.
Con horror, Otis lo vio levantar de la charola una jeringa con un líquido transparente dentro, le dio dos golpecitos y presionó la parte posterior para sacar el aire. Lentamente comenzó a acercarla al brazo de Otis, al tiempo que su boca se ensanchaba en una sonrisa maquiavélica.

Otis intentó alejarse del hombre. Fue entonces que notó que sus manos y pies estaban atadas a los lados de la camilla. Forcejeó contra las ataduras con desesperación, sin conseguir liberarse.
La jeringa entró en su brazo y una sensación de ardor comenzó a fluir desde ese punto, quemándolo por dentro.

Quería gritar, pero por más que abría la boca, de ésta no salía sonido alguno. Lo que sea que haya sido el líquido que el doctor le inyectó, hizo que su cuerpo dejara de responderle. Sólo podía observar cómo el hombre tomaba algo más de la charola. Era un objeto alargado y metálico.

La navaja reflejó la luz de la habitación, produciendo un pequeño destello.

Otis sentía el corazón latiendo a gran velocidad, aterrado. El hombre de la bata acercó el escalpelo a su pecho desnudo y, en un movimiento lento y deliberado, abrió su piel desde el esternón hasta el abdomen. Extrañamente, Otis no sintió dolor, ni tampoco vio sangre salir de la herida. Sólo sintió el frío de la navaja al cortarlo.

Bruscamente, el hombre tomó los extremos de su piel recién abierta, tirando de ella hasta hacer un hueco que dejaba ver sus órganos y huesos.

A punto de sufrir un ataque de pánico, Otis cerró los ojos, al tiempo que un olor a óxido le produjo una nueva arcada.

Sintió el cuchillo dentro de su abdomen una y otra vez. Las manos heladas del doctor quebraron sus costillas, produciendo un sonido de crac, y, nuevamente, le extrañó no sentir dolor.

En realidad la situación era bastante absurda. No podía recordar nada antes de esa escena. ¿Cómo había terminado en ese lugar? Y más importante, ¿por qué? ¿Es que querían robarle los órganos?

—¡Jajajaja! —La carcajada del hombre lo obligó a abrir los ojos—. ¿Tienes miedo Otis? —de algún lado, el hombre sacó un hacha y asestó dos tajadas al brazo de Otis, separándolo por completo del resto de su cuerpo.

El hombre tiró la charola con un movimiento exagerado de sus brazos. Su risa se convirtió en un sonido agudo que llenaba todo el cuarto. Parecía haber enloquecido. Se jalaba el cabello y reía muy cerca de la cara de Otis, escupiéndole encima.

Otis estaba completamente horrorizado. Un lunático acababa de abrirle el pecho, sacado los órganos y amputado un brazo. Estaba seguro que no libraría esa situación con vida.
Con una patada bien plantada en la orilla de la camilla, el hombre de la bata la volteó, enviando a Otis contra el suelo, y, justo al impactarse contra éste, despertó.

Otis tuvo un segundo para reparar en que no se encontraba en una sala de operaciones clandestina con un doctor psicópata que lo cortaba en pedazos. Estaba solo en su cuarto de hotel, recostado en su cama, con su brazo y órganos intactos.

No era la primera vez que tenía una pesadilla como esa, pero sí sería la última.
Su corazón, aún demasiado acelerado por el susto, se detuvo.

Otis estaba muerto.

Lo que nadie sabía, era que esa no había sido una muerte natural… Había sido un asesinato, sólo que no habría manera de probarlo.



Al otro lado de Berlín, una chica despertó con el corazón igual de acelerado, devolviendo al lado de la cama la raquítica cena que había ingerido horas antes. En su pecho apareció una extraña marca negra.
Uno más a su lista.
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Published on November 12, 2018 20:53 Tags: brea