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Dos hombres
Los tengo enfrente. Sentados en una mesa de...
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Dos hombres
Los tengo enfrente. Sentados en una mesa de tantas. Estamos en El Gallito. Se ve que son compañeros de oficina. Vestidos exactamente igual. De corbata. Camisa blanca. Traje oscuro. Pero uno se adivina el jefe. Algo tiene. O así es conocido aquí. Porque el mesero le toma la orden a él antes que al otro. Apunta en su comanda. Beben agua de fruta. Pese a la promoción de 2×1 en bebidas nacionales. Les traen una sopa —¿de médula, de tortilla?— que comen con desesperación. Sobre todo el subalterno. Porque uno es el jefe y el otro el subalterno. No les quito la vista de encima. Piden el siguiente platillo. No cruzan una sola palabra. Se percatan de mi mirada. Pero no se incomodan. En lo mínimo. Cada uno está jugando con su celular. Jugando o revisando sus correos. Ignoro lo que hace la gente con su celular. Ni siquiera pienso en eso. De pronto piden la cuenta. Más bien el subalterno es quien la pide. Se la llevan. La paga de inmediato. El jefe se retira. Le dice un par de palabras al subalterno. Saca un billete para la propina. Y se pierde tras el umbral de la entrada. Entonces el subalterno ordena un trago. Se lo traen. Quizás un vodka. Quizás un ron blanco. Él mismo se lo prepara. Un poco de agua mineral. Un poco de refresco de cola. Se lo lleva a la boca. Cierra los ojos. Pero no se detiene ante la acometida del alcohol. No baja el vaso hasta que concluye el contenido. Se prepara la otra. Que disfruta con sobriedad. Da un buen sorbo y deja el vaso en la mesa. Pasa los dedos por el canto. Exhala con parsimonia. Disfruta el ritmo con que lo hace. Hasta donde estoy, escucho su respiración mesurada y cultivada. Disfrutable. Levanta la mano y ordena la siguiente. Que son dos. Se la sirven como es costumbre. Una en el vaso. La otra en un caballito enorme. Se la prepara. Y la bebe. Ahora sí. Con la sapiencia del bebedor consumado.


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