Ser mujer en esta Iglesia: ¿Qué hace una chica como yo en un sitio como éste?

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Primer libro adquirido sobre teología feminista, decidiendo darle una oportunidad para que no me acusen de ser una "ignorante cerrada de mente" y porque de verdad me interesa conocer nuevos puntos de vista que puedan enriquecerme. En este caso, me esperanzaba poder encontrar a alguien que, al igual que yo, se opone a que limiten las vocaciones cristianas solo al matrimonio o a la vida sacerdotal y consagrada: por quedarte siempre soltera, no significa que debas enclaustrarte en un convento y dejar de contribuir desde el mundo. Pero al final, mi gozo en un pozo: ha resultado ser peor este remedio, que la enfermedad inicial.
Defino a este libro como “tan feminista que termina siendo machista circularmente sin darse cuenta”. Porque ni os imagináis la cantidad de misoginia y de clasismo que la propia autora desprende a lo largo de sus páginas, rebajándose con su estilo particular al mismo nivel de los hombres a los que critica. Así es: Cristina Vega dirige unos desprecios descomunales a las mujeres de clase media y baja. Monjas, laicas de a pie, animadoras de Pastoral Juvenil, directoras espirituales de mujeres que lo están pasando mal, trabajadoras sociales contra la pobreza… Ellas son “del pueblo”, y no tienen el mismo poder por no estar en la élite. Ahí me sentí especialmente insultada, como mujer laica a la que encanta trabajar y administrar los bienes ganados con el sudor de su frente. Cristina Vega afirma que las mujeres no tienen presencia ni en sus propios ministerios, porque el monopolio sigue correspondiendo a los sacerdotes. Según la autora, ellas le regalan su trabajo a los curas, y ellos las manejan como títeres de su propia creación. Yo lo he observado justo al revés: ya he perdido la cuenta de entidades religiosas en mi diócesis que son configuradas y lideradas por mujeres con pleno dominio sobre sus estatutos, en donde los clérigos solo se limitan a ratificarles lo votado o a disolver en caso de irregularidades (por ejemplo, desfalcos económicos).
Me ha dado la impresión de que Cristina Vega no conoce a fondo ni la historia de su propia Iglesia. Arremete contra Juan Pablo II, acusando a su documento “Mulieres dignitatem” de ser un lavado de cara, cuando el pontífice siempre apoyó el liderazgo femenino en el trabajo y en la política hasta en soltería, no solo en el matrimonio o en la vida consagrada. Algo que se repite en la omitida “Carta a las mujeres”, en donde además Karol Wojtyla dedica un epígrafe de condena a la violencia doméstica. En su “Carta a las familias”, el polaco vuelve a meter un zasca: escribe sobre padres y madres, hermanos y hermanas, hijos e hijas… Porque el término griego “andrós, andrópos” de la Biblia original, significa “personas” (ambos sexos) en la mayoría de veces que se cita. Como revolución para el servicio en el altar, Juan Pablo II ya permitía por escrito a las mujeres lectoras y acólitas en misa, con antecedentes de Pablo VI y el preconciliar Pío XII (quien quiera la bibliografía, que me la pida para pasársela). Si después Cristina quisiera salirnos con que las monaguillas y las ministras extraordinarias de la Sagrada Comunión no aportan nada a la Eucaristía, como las obreras a las que León XIII quiso proteger de la explotación laboral con su “Rerum novarum” en el siglo XIX, apaga y vámonos.
Jesucristo es disminuido casi como un gurú gnóstico de la Nueva Era, y lo relativamente poco que se cita de la Biblia, es para distorsionarla a conveniencia de la autora. Casi me da algo cuando Cristina afirma que el Redentor jamás exhortó a creer en Dios, a bautizarse o a adherirse a su Iglesia. Es más: asegura que Jesús nunca habló de una Iglesia, sino solo de un Reino que es edificado exclusivamente por las obras subjetivas de la gente, incluso por los que niegan o rechazan la existencia del Señor al que teóricamente sirven. La conversión se queda en una simple evolución del autoconocimiento y la conciencia sobre el entorno. Los méritos de Jesús, empezando por la gracia de fe en su muerte y resurrección, quedan relegados a los planos más marginales. Por no hablar de las burlas de la autora hacia la maternidad de la Virgen María, quien no solo amó con locura a su Hijo, sino que recibió el Espíritu Santo junto a los apóstoles en Pentecostés para evangelizar. También insiste en que las mujeres hebreas siempre eran condenadas a la invisibilidad doméstica. Cuando desde el Antiguo Testamento y pasando por las epístolas paulinas; existen infinidad de guardianas del Arca de la Alianza, juezas, reinas, profetisas, diaconisas, heroínas de guerra, pastoras con sus maridos en iglesias recién levantadas... Podría haber empezado por ahí con sencillez, pero es que ni eso.
Para rematar la faena, “Ser mujer en esta Iglesia” está lleno de contradicciones. Primero asegura que lo importante es el contenido del mensaje y no pertenecer a una institución, luego sueña con diseñar una nueva estructura social con reglas predefinidas por la misma autora. Primero dice que quiere ser sacerdote porque son los que toman el mando por encima de los laicos, a quienes califica como poco menos que esclavos; luego rechaza ser sacerdote por las exigencias que conlleva y por no perder su autonomía de laica. Primero infravalora a las mujeres que limpian y ponen flores en el templo porque “no contribuyen en nada como desde el sacerdocio”, luego alaba al 90% de gente humilde que sostiene los cimientos de la Iglesia contra el 10% de clero…
Aunque lo más gracioso de todo, es que Cristina Menéndez Vega anima a las mujeres a “empoderarse” sin tener que depender de nadie, pero durante todo el libro no para de exigir la aprobación de los hombres a los que ella llama machistas, porque no puede avanzar sin ellos. Si tan mal te han tratado en la Iglesia por culpa de la supremacía masculina, ¿por qué te empeñas en aferrarte a aquellos que te discriminan? ¿Acaso no te basta con lo que Jesucristo hizo por ti en la cruz, igual de aplicable para los hombres?
Rescato una anécdota de la autora, para remarcar el recochineo: en un viaje de Cristina Vega a una comunidad apartada y selvática de Chile, la Liturgia de la Palabra era realizada por una mujer laica al no poder permitirse traerse a curas. Ninguno de los hombres que asistían a los oficios, escupió u apedreó jamás a la mujer que presidía. Esto es más común de lo que se cree: el Vaticano lo autorizó hace varias décadas para los lugares con escasez de recursos, como yo he sabido en aldeas rurales y casi abandonadas del interior de España. Sonrío por cómo algo que a Cristina le fascinó, fue llevado a cabo por los sectores más marginales de la sociedad, a los que ella les atribuye un encasillamiento clasista. Más buenas noticias para Cristina: en la Renovación Carismática Católica, con una altísima participación de los laicos en sus asambleas, te faltan dedos para contar a las mujeres laicas y consagradas predicando con la misma energía que un pastor evangélico.
Pero no, Cristina vuelve a hacer gala de un carácter antibíblico: las mujeres solo nos sentiremos plenas cuando nos vistamos con sotana y presumamos de parroquias a nuestros pies, no agradeciendo el sacrificio que Jesús cargó sobre sus hombros para liberarnos del yugo condenador del pecado. Si exiges el sacerdocio femenino por afán de poder y aparcando el servicio, le quitas todo el sentido a la vocación cristiana y te conviertes en la misma avariciosa que ciertos personajillos de alta alcurnia que han pasado por el Vaticano (Mt 20:20-28, Lc 14:7-11).
Os cuento mi experiencia en la Iglesia: quienes más me han mirado por encima del hombro por evangelizarles con la Verdad en la mano, animándome a “meterme a monja” por ello, han sido precisamente los más modernistas. Ellos veían a la Iglesia como un método ascender en privilegio social, creyéndose más que los de abajo por acumular cargos y contactos en la diócesis. La espiritualidad bíblica era lo que menos les interesaba, porque a este puñado le atraía la parte más “empresarial”. En cambio, los que a mí más me han apoyado en mi ascenso cristiano, incluyendo créditos a mi nombre, han sido los más conservadores (y sí, hay curas). Ellos me han animado mucho, pidiéndome que renuncie a mi temor al “Qué dirán”. La diferencia radica en el tono de la intención con que tú dotes a tus palabras y acciones.
La única vez en mi vida que a mí me trataron mal dentro de la Iglesia (lo hicieron conservadores, porque gente buena y mala hay en todas partes), no fue por ser mujer, sino por una condición mía de nacimiento por la que sí que había aún mucho trabajo por hacer al empezar la década de los 2000. Y más de 20 años después de aquella experiencia, esa historia tuvo un final muy feliz en el mismo emplazamiento donde sucedió. Muchos hombres y mujeres se me acercaron espontáneamente a felicitarme por compartir un testimonio personal de vida, en el que no revelé quién era yo, ni emprendí una venganza revanchista, ni señalé a nadie con el dedo, ni los demás percibieron mi rasgo natal en ningún momento.
Termino con una frase que solía decir mi profesora de Filosofía en el instituto, súper atea pero igual de feminista y progresista que la autora de esta obra: “Peor que un hombre machista, es una mujer misógina que asume esa misma actitud para buscar la validación del ‘patriarcado’”. Y peores que los cristianos machistas, son las feministas que elaboran su teología en base a los falsos mitos propagados por los hombres a los que no queremos parecernos.
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Published on May 16, 2023 09:51
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Un Alma Libre De Mente Inquieta
Reflexiones introspectivas y personales de la escritora Irene Maciá.
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